Por Alexander Martínez
El primero de dos artículos dedicados a uno de los grandes científicos del siglo 19, puedes leer el segundo aquí.
UN SUCESO TRÁGICO
Cierto día de octubre de 1831, un pequeño de 9 años de edad se apartaba horrorizado del tumulto que se agolpada a la entrada de la herrería de un pequeño pueblo entre las montañas del este de Francia.
En medio de los alaridos de dolor de alguien y las exclamaciones de horror de otros, el niño podía escuchar el sonido producido por la carne al ser quemada con un metal al rojo vivo. Se trataba de un agricultor llamado Nicolo, que momentos antes había sufrido el ataque de un lobo rabioso que le desgarró una pierna. Aquél niño, hijo de un curtidor de Arbois ex-sargento de Napoleón Bonaparte, se llamaba Luis Pasteur.
Pasaron algunas semanas, y ocho victimas más del lobo rabioso perecieron, seguramente con sus gargantas resecas debido a la hidrofobia que, aunada a la aerofobia (es decir, no tolera beber agua, ni las ráfagas de viento porque el enfermo siente que se ahoga) que la rabia produce en el ser humano debió causarles un sufrimiento terrible.
Seguramente sus alaridos, llegaron a oídos de este pequeñuelo, dejando en su memoria una profunda huella.
- ¿Por qué rabian los perros y los lobos, papá? ¿Por qué mueren las personas cuando son mordidas por los perros rabiosos? Preguntaba Luis.
Aunque su padre sin duda vio morir a miles de personas en los campos de batalla, no tenía ni la menor idea de por qué moría la gente de enfermedad.
- Quizá entró un demonio en el lobo, y si la voluntad de Dios es que la persona muera, morirá sin remedio. Contestó su padre.
Quizá esa respuesta te parezca estúpida e ignorante hoy en día, sin embargo, para el tiempo en el que vivían, ese razonamiento era tan valido como el que hubiese dicho el medico de mejor renombre de su época, y es que en 1831, nadie sabía por qué las personas morían debido a las mordeduras de animales rabiosos; además de que el origen de todas las enfermedades resultaba ser algo desconocido y misterioso para todos.
Parecería algo novelesco y poético si te mencionara que ese suceso fue el que le dio el coraje y la motivación a Luis Pasteur, de 9 años de edad, de buscar el origen y la cura de la rabia. No fue así.
De hecho, durante sus primeros veinte años de vida, nada en él revelaba que hubiese un gran investigador en su interior; el suceso antes mencionado lo asustó y quizá lo persiguió algún tiempo, pero no más que a cualquier otro niño que también estuviera presente; no, Luis Pasteur no parecía tener madera de científico, no fue un estudiante prometedor en ciencias naturales, y si acaso demostraba alguna actitud especial, era en el área artística de la pintura, la cual solía practicar en sus ratos libres pintando paisajes del rio que corría cerca de la curtiduría, sirviéndole sus hermanas como modelos.
No haré una biografía detallada de su vida, hay libros y otros artículos que describen mejor que yo estos sucesos, sin embargo me pareció interesante contarte esta anécdota, para que te dieras una idea del conocimiento patológico que la gente tenía en aquél tiempo, el cual, como te habrás percatado, era prácticamente nulo.
CAMBIO DE CURSO
El interés de Pasteur por la ciencia, surgió durante su segunda estancia en la Escuela Normal Superior de Paris (la primera vez que asistió, la nostalgia por su familia y hogar lo obligaron a abandonar sus estudios), después de salir de una catedra del químico Jean Baptiste Dumas, dijo: “Que gran ciencia es la Química y que asombrosas son la popularidad y la gloria de Dumas”.
De ahí en adelante, comenzó a realizar investigaciones por cuenta propia que lo llevaron a descubrir otros dos tipos de ácido tartárico y que la cristalografía (estructura) simétrica es propia de los minerales, mientras que los materiales orgánicos desarrollan cristalografías asimétricas, redescubrió los fermentos, pero fue el primero en deducir y comprobar que la fermentación anaeróbica era clave para la industria cervecera y vitivinícola. Finalmente había salido a relucir el gran científico que había dentro de él.
Algo que hacía singular a Luis Pasteur, es que siempre que sus experimentos no salían como el los planeaba, no se daba de topes contra la pared en un callejón sin salida, sino que miraba el problema por todos sus ángulos para encontrar respuestas, lo que inevitablemente lo llevaba a hacer nuevos descubrimientos, y de paso le daba más prestigio y fama.
LOS MICROBIOS Y LA GENERACIÓN ESPONTANEA
Conforme sus experimentos le ayudaban a comprender el papel de los microbios en la transformación de la materia y la descomposición de la misma, ineludiblemente llegó a una cuestión que hasta ese momento nadie había logrado responder, una pregunta que otros hombres como Lázaro Spallanzani se habían planteado un siglo antes: ¿cómo es que durante todos los años de todos los siglos y en todos los rincones del planeta apareciesen, sin que nadie lo supiera, los fermentos que transforman el mosto en vino, o la cebada en cerveza? ¿De donde salían esos animalillos microscópicos que agriaban la leche o enranciaban la manteca?
Hagamos un paréntesis breve; en esa época de descubrimientos, había más preguntas que respuestas, y a veces, las respuestas que se tenían no eran las más correctas, en el caso de los microbios, la explicación de su existencia procedía de la generación espontanea: la idea de que algunas formas de vida surgen de manera súbita a partir de materia orgánica, inorgánica o de una combinación de ambas.
Esa teoría, descrita por primera vez por Aristóteles, prevaleció como la explicación válida para la existencia de especies pequeñas y microrganismos hasta el siglo XIX; incluso llegó a tener sus propias “recetas” para la creación de la vida como por ejemplo la descrita por Jean Baptista Von Helmot para hacer ratones: “Basta colocar ropa sucia en un tonel, que contenga además unos pocos granos de trigo, y al cabo de 21 días aparecerán ratones”.
Para Pasteur, que había gastado muchos años en estudiar los microbios, era inadmisible que estos surgieran de la materia inerte, él estaba convencido de que los microrganismos debían tener progenitores. Durante esa época también comenzó a ponerse de moda la teoría de la evolución, que explicaba como durante millones de años se había ido resolviendo una sucesión de seres vivos que culminaron con la existencia del hombre; tampoco era algo que lo convenciera, él pensaba que el mundo debía ser más que una combinación de hechos fortuitos surgidos a partir del caos. Era un buen creyente.
MANOS A LA OBRA
Abandonando pues la filosofía se puso a trabajar; Pasteur creía que los microbios procedían del aire, el cual se imaginaba lleno de seres invisibles. Otros científicos antes que el, habían comprobado la existencia de gérmenes en el aire, pero Pasteur ideó aparatos complicados para demostrarlo una vez más. Atascó de algodón y pólvora delgados tubos de vidrio, enlazó uno de los extremos a una bomba aspirante y sacó el otro por la ventana, aspirando después a través del tapón de algodón una gran cantidad de aire del exterior, luego se dedicó a contar con total seriedad los animalillos retenidos. Inventó otros aparatos que le permitieran transformar esos trozos de algodón en caldos de cultivo para ver si se desarrollaban, y en efecto, eso era lo que sucedía.
Un día, colocó caldo de cultivo en un matraz esférico, cerró el cuello del mismo fundiéndolo con una lámpara de alcohol y lo puso a hervir unos minutos: los microbios no se reprodujeron esta vez.
Cuando daba a conocer los resultados que obtenía sobre la imposibilidad de los microbios de reproducirse en los matraces cerrados, los partidarios de la generación espontanea alegaban que eso sucedía porque se calentaba también el aire del matraz y lo que se necesitaba era aire natural, no encapsulado.
Pasteur se encontraba ante un dilema: necesitaba idear algo que le permitiera tener ambos elementos juntos, aire natural y caldo de cultivo hervido, y no obstante, conseguir que no se desarrollara ningún microbio.
EL CONSEJO DE UN COLEGA
Un buen día, mientras Pasteur se quebraba la cabeza y complicaba sus experimentos para encontrar una solución, pasó por su laboratorio Antoine-Jérôme Balard, un hombre tranquilo que había comenzado su carrera como boticario y que asombró al mundo científico al descubrir el bromo (no en un laboratorio sino en el mostrador de una botica), descubrimiento que le valió la fama que disfrutaba y ser nombrado profesor de química en parís.
Balard no era egoísta ni ambicioso, haber descubierto el bromo era un logro suficiente para él; pero era curioso, y disfrutaba de husmear en los laboratorios de otros.
Al igual que Pasteur, Balard también creía que los microbios procedían del polvo del aire, y conociendo la dificultad que tenía Pasteur de combinar ambos elementos le dijo:
“Tome usted un matraz esférico y ponga caldo dentro de él, luego, ablande el cuello del matraz con una lámpara, estírelo y encórvelo hacía abajo imitando el cuello de un cisne ”.
Pasteur, reconoció de inmediato la sencillez del experimento, el polvo que contiene microbios no puede caer hacia arriba, y el aire natural estaría en contacto con el caldo. Unos minutos después, puso a sus mozos a preparar varios matraces con esa forma y los metió a una estufa de cultivo. A la mañana siguiente, fue el primero en llegar a laboratorio y, cuaderno en mano, se escabulló por debajo de las escaleras hacia la estufa de cultivo y analizó los matraces. Seguramente, con ojos tan grandes y brillantes como el gato con botas de Shrek, descubrió emocionado que todos y cada uno de los matraces contenían caldo de cultivo transparente, no había ni un solo microrganismo en ellos, y así continuó al día siguiente y al otro. Finalmente, había constatado que la generación espontanea era un disparate.
Cuando Balard volvió a aparecer por ahí para conocer los resultados del experimento, felicitó a Pasteur y le sugirió que para comprobar que los microbios habían quedado atrapados en el cuello de cisne, debía voltear de cabeza el matraz y agitarlo para que el caldo entrara en contacto con el polvo. Pasteur siguió sus instrucciones, y como era de esperar, al día siguiente el caldo de cultivo estaba turbio, lleno de microrganismos.
Poco después, en una reunión con los personajes destacados de Paris, Pasteur refirió elocuentemente el experimento, y sentenció:
“Jamás podrá rehacerse la doctrina de la generación espontanea del golpe mortal que le he asestado con este sencillo experimento”.
También ideó otro experimento, en el cual, llevó matraces sellados a diferentes partes de Francia y Suiza, los abría para que entrara aire en ellos, y los volvía a sellar. Los resultados que obtenía le permitieron asegurarse de que era el aire el vehículo que transportaba los microbios ya que en los lugares limpios, muy pocos matraces desarrollaban microrganismos mientras que en lugares abiertos como jardines y calles la totalidad de los matraces se llenaban de bacterias. Además, descubrió que a mayor altura, el aire al ser más puro, también contenía menos microbios.
EL CONTRATAQUE
Luis Pasteur solía triunfar en sus discusiones gracias a sus experimentos decisivos, que convencían a todo el mundo, pero algunas veces sus victorias se debían a la debilidad o tontería de sus adversarios. No solía ser piadoso cuando descubría los errores científicos de otros, y puso en tela de juicio la habilidad científica de los naturalistas, que hasta ese momento no consideraban los microbios como una parte importante de la biología que mereciera ser estudiada y clasificada.
Obviamente sus palabras fueron como una bofetada. A monsieur Félix-Archimède Pouchet, director del museo de Ruan, Nicolas Joly y Charles Musset, naturalistas de la Facultad de Tolosa, no los convenció en absoluto la conclusión de Pasteur de que los seres microscópicos necesitaban tener progenitores para poder vivir; estaban seguros de que la generación espontanea era una realidad, y decidieron combatir a Pasteur en su propio terreno y con sus mismas armas.
Imitando a Pasteur, llenaron varios matraces con infusión de heno en vez de caldo de cultivo, les practicaron el vacío, y se dirigieron a los Pirineos. Hay que reconocer que eran hombres muy devotos de sus convicciones (aunque estas fueran erroneas), porque en su afán de demostrar que Pasteur se equivocaba, escalaron a alturas mayores que las de él, siendo azotados por furiosas ventiscas que traspasaban los espesos forros de sus abrigos; Joly por poco se deslizaba en una grieta de glaciar, solo se salvó de una muerte de mártir de la ciencia la presteza de un guía que alcanzó a sujetarlo por los faldones de su gabán (¿Alguna vez pensaste que la ciencia era aburrida?). Una vez que consideraron haber llegado a un punto adecuado, abrieron sus matraces para que entrara el aire en ellos, los sellaron e iniciaron el descenso.
Extenuados, llegaron a una taberna en la que improvisaron una estufa de cultivo y pocos días después, con gran euforia descubrieron que sus matraces se encontraban llenos de animalillos.
UN ASUNTO DE HONOR
Ahora sí, había empezado la lucha de verdad. Pasteur no se recató de criticar los experimentos de Pouchet, Joly y Musset; algunas de sus criticas, se sabe hoy que eran solo argucias (argumentos falsos, pero expuestos de un modo tan hábil que parecen verdaderos). En fin, Pouchet respondió con la acusación de que Pasteur solo “había presentado sus propios matraces como pruebas para asombrar el mundo”; ante tal acusación, Pasteur, enfurecido, exigió una reparación pública. Sí, estos hombres se tomaban la ciencia tan a pecho como su honor, y casi parecía que el asunto se iba a arreglar mejor con un duelo que con un experimento. Entonces, Pouchet, Joly y Musset desafiaron a Pasteur a realizar un experimento público en la Academia de Ciencias, en el cual, si uno solo de los matraces dejaba de criar microbios después de haberse expuesto al aire, ellos se retractarían y confesarían abiertamente haberse equivocado.
Como en cualquier otro duelo, llegó el día y la hora fijada, pero los adversarios de Pasteur se retractaron a última hora y no se presentaron. Pasteur desarrolló sus experimentos confiadamente ante la comisión nombrada; poco tiempo después, se informaba:
“Los hechos observados por el profesor Pasteur, y puestos en duda por los señores Pouchet, Joly y Musset, son perfectamente ciertos.”
La verdad es, que en esta ocasión, Pasteur corrió con “suerte” pues ambas partes tenían la razón.
¿En serio? Entonces la generación espontanea ¿existe o no? Quizás te preguntes. Pues la respuesta es un rotundo ¡no!
¿Recuerdas que Pouchet y sus colegas habían utilizado infusión de heno? Bueno, resulta que años después, un brillante científico inglés apellidado Tyndall, descubrió que el heno contiene diminutas esporas de microbios que resisten durante horas enteras el calor del agua hirviendo; así que en realidad fue Tyndall y no Pasteur quien dio el carpetazo a la teoría de la generación espontanea, fue él, quien demostró que la razón estaba del lado de Pasteur.
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