El jueves 7 de septiembre de 2017 la alerta sísmica despertó como un maullido agudo a la Ciudad de México, eran las 23:49 horas en la capital del país. El recelo fundado en la remembranza infinita de 1985 motivó la salida de vecinos en pijama, lo mismo de los edificios viejos del Centro Histórico que en las modestas casas de la zona lacustre de Xochimilco y en los flamantes rascacielos de Santa Fe.
La tierra se movió. Primero de un lado a otro, lento, sacudiendo los cables y las crestas de los árboles, después, la sacudida movió las construcciones, el temor incrementó, algunos vidrios cayeron, los ojos suplicantes de algunos miraban al cielo.
Por un momento la tranquilidad imperó, parecía que una vez más la tierra daba tregua y se hacía indiscutible la resistencia de un territorio acostumbrado a los retumbos.
El Servicio Sismológico Nacional (SSN), reportaba en la red social Twitter un sismo de magnitud 8.2 con epicentro localizado en el Golfo de Tehuantepec, 133 kilómetros al suroeste de Pijijiapan, Chiapas.
Fue entonces el sismo de mayor intensidad registrado en los últimos 100 años, incluso más severo que el del 19 de septiembre de 1985, que dejó decenas de miles de muertos y que alcanzó 8.1 grados de intensidad.
Hasta ese momento parecía inexplicable que la ciudad tuviera sólo daños mínimos y apagones en colonias como Roma Norte y Condesa; la situación era muy distinta en el sureste del país, en particular en el Istmo de Tehuantepec.
Fueron las redes sociales las primeras en dar a conocer la realidad, las fotografías estremecían, muertos, lesionados, miles de viviendas destruidas, patrimonio histórico afectado, vías inservibles, escuelas, mercados, oficinas gubernamentales y comercios en una aglomeración de ladrillos, tejas, piedras, tierra, muebles y cuerpos.
Eran apenas los primeros indicios de una tragedia mayúscula que se cubrió con las oscuridad de la noche; se escondió bajo el caos y la anarquía de una emergencia jamás antes vivida; se retardó a los medios debido a la falta de energía eléctrica y de Internet en las zonas afectadas, al dolor, al ruido que ocasionó el rugido de la tierra y que ocultó por algún tiempo la desgracia y la muerte.
Ante la perplejidad, una imagen revivió la esperanza y dio la vuelta al mundo, la misma noche del terremoto, un hombre levantaba de entre los escombros del Palacio Municipal de Juchitán, sitio arrasado por el terremoto, la bandera de México, la izó sobre un palo y la colocó en lo más alto de los despojos.
Ángel Sánchez Santiago, herrero de 57 años de edad de origen zapoteco después diría: “cualquier mexicano bien nacido haría lo mismo… Nada nos puede arrodillar”.
El sismo afectó municipios de Chiapas, Tabasco y de manera particular a Oaxaca, hasta ese momento se desconocía el número exacto de víctimas pero se sabía que superaba medio centenar.
La base militar de Ixtepec, en el Istmo se convirtió en el centro de mando y distribución a los municipios afectados, hasta el lugar llegaron colchones, latas con alimentos, catres, escobas, leche en polvo, medicinas, cubetas, detergente, juguetes y productos sanitarios que llenaron de piso a techo el inmenso hangar no sólo de productos sino también de amor y solidaridad.
La región istmeña de Oaxaca tiene 22 municipios en el distrito de Juchitán y 19 en el de Tehuantepec, en total 41 municipios. Todos damnificados. Los zapotecas son el pueblo dominante en la región, la gente que proviene de las nubes o Binnizá, comparte territorio con huaves, zoques, mixes y chontales, ellos, los más vulnerables de la situación.
De acuerdo con la Crónica Presidencial de septiembre de 2017 el temblor dejó 78 personas muertas en Oaxaca, además de un millón de personas damnificadas.
En cuanto a las viviendas 31 mil 647 tuvieron daños parciales, 13 mil 665 se destruyeron totalmente y 19 mil 416 resultaron inhabitables, es decir, 64 mil 728 en total. Además, cerca de 62 mil establecimientos se vieron afectados, así como 267 escuelas.
Respecto al patrimonio histórico, al menos el Palacio Municipal de Juchitán y la iglesia de San Vicente de Ferrer y el Ex convento de Santo Domingo de Guzmán en Tehuantepec, aunque se cuentan muchos más.
En Chiapas 16 personas perdieron la vida y 97 municipios tuvieron daños. Respecto a las casas, 41 mil 564 tuvieron daños parciales, cinco mil 498 se perdieron de manera definitiva y 11 mil 305 resultaron inhabitables.
Más de 49 mil 500 establecimientos fueron afectados igual que dos mil 364 escuelas y dos se destruyeron de manera total. El movimiento de la tierra afectó la zona arqueológica de Chiapa de Corzo, el Templo de Santa Lucia y la Catedral en San Cristóbal de las Casas.
Mientras que en Tabasco cuatro personas murieron, 319 construcciones se vieron dañadas en algún nivel igual que 166 escuelas.
A un año de la tragedia miles de personas siguen sin recuperar su hogar, su negocio o su vida pasada, marcada desde el siete de septiembre por una grieta. A aquel movimiento nocturno de la tierra se sumaron otros, muchos otros que aún no dan pausa para reiniciar.
Tras la catástrofe los miles de afectados han tenido que recuperarse de las pérdidas patrimoniales y humanas teniendo como bálsamo la solidaridad de aquellos días.